sábado, 17 de diciembre de 2011

ELECCIÓN

Prefacio

 

Portland, 29th February 1992.

La noche era lo único de lo que disponían para protegerse. Cualquiera hubiera pensado que, caminar al amparo de la noche en las calles de Portland, era una locura, pero no más que llevar consigo a una pequeña criatura que no levantaba más de un metro del suelo.
La pequeña se acurrucaba en los brazos de su madre mientras ella corría desesperadamente para protegerla. El marido de ésta, marcaba el ritmo, oteaba cada rincón, cada silueta, cada movimiento, para evitar cualquier peligro innecesario. Estaban desesperados por salir de la ciudad, pero debían protegerse bien las espaldas, barajar todas las posibles decisiones y, tal vez así, podrían salir con vida de la situación.
-Tenemos que darnos prisa.- Comentó el hombre adentrándose cautelosamente en un oscuro callejón, un atajo para llegar a la calle principal.
-Ya lo sé, cariño.- Dijo la mujer siguiendo a su esposo hacia la más profunda oscuridad.- No podemos dejar que nos atrapen.
-No, no podemos.- Corroboró el hombre mirando de reojo a su esposa.
Ambos recorrieron aquel tramo con los nervios a flor de piel, casi como esperando no poder salir de allí. Afortunadamente, nada inusual sucedió y consiguieron adentrarse en la calle principal que, aunque no estaba muy concurrida, al menos estaba iluminada por una infinidad de farolas y escaparates.
-Tengo que llamar por teléfono. No tardaré.
El hombre se dirigió a la cabina telefónica más cercana, dejando a su mujer desprotegida, al otro lado de la calle, tratando de apartar el miedo del cuerpo, mientras esperaba pacientemente.
-¡No te muevas!
El miedo se apoderó de la mujer mientras sentía el cañón del revólver en su sien. En otras circunstancias, habría optado por salir corriendo, pero no era solo su vida la que arriesgaba, sino también la de su hija y la de su marido, quien había visto la escena y corría despavorido en su auxilio.
-¡Alto ahí, o disparo!- Gritó el hombre que sostenía el revólver cerca de la cabeza de la mujer.
El hombre le dirigió a su esposa una suplicante mirada, antes de detenerse a un metro escaso de ellos.
-¿Qué es lo que quieres?- Gritó.
-Vamos, no te hagas el tonto.- El hombre quitó el seguro del revólver y se escudó detrás de la mujer.- Sólo la queremos a ella, nada más.- Dijo señalando a la infante.- No tiene por qué salir nadie herido.
-¿Para qué la queréis?
-Bueno, solo para que nos haga un pequeño trabajito.- Rió.- Luego podrá volver a casa, lo prometo.- Añadió haciendo el símbolo de la victoria.
La niña comenzó a llorar en ese momento, rompiendo el silencio de la ciudad. Se revolvía en los brazos de su madre con tanta intensidad, que ésta no tuvo más opción que dejarla en el suelo.
-¡Estate quieta!
El hombre agarró el pelo de la mujer y lo estiró con fuerza hasta conseguir que se pusiera de nuevo en pie. Luego, volvió a apuntarla con el revólver.
-¡No le hagas daño!- La desesperación emanaba de cada palabra.
-¡Cierra el pico!
-¡Como le pongas una mano encima…!
-¿Qué harás? ¿Me matarás? Venga, no me hagas reír.
-¡Libérala, te lo ruego!
-Ya veo…Si insistes, la liberaré.
La bala siguió rauda su trayectoria y la mujer cayó sin apenas signos de vida a los pies de la niña.
-¡Maldito seas!- Gritó el hombre corriendo hacia el cuerpo inmóvil de su mujer.
-¿Y ahora de qué te quejas?- Rió el hombre soplando el humo que salía despedido del cañón del revólver.- Tú me lo has pedido.
-¡Te dije que la liberaras, no que la mataras, cabrón!
-Bueno, para mí es lo mismo y, ahora si me disculpas…-Agarró a la niña por la cintura.
-¡No te la llevarás!
La niña se deshizo del agarre de su captor y corrió hacia su padre gimoteando, pero justo antes de llegar, éste se desplomó sobre el suelo, tal como lo había hecho su madre, con una bala incrustada entre ceja y ceja. La niña se detuvo, observando el panorama. Sus padres habían muerto y ella estaba a punto de sufrir el mismo destino. El hombre dio unos pasos hacia ella.
-Vamos, pequeña, ven conmigo.- Dijo.
La niña echó a correr aterrada.
-¡Maldita cría, vuelve aquí!
La pequeña sintió la quemazón en su sien, pero eso no la detuvo, siguió corriendo y corriendo, alejándose de aquel horrible hombre hasta que, sin más, se desplomó sobre la acera.

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