martes, 28 de agosto de 2012

PREMONICIÓN

Capítulo 1

Se despertó, como cada mañana, con un horrible dolor de cabeza, sintiendo la quemazón
en la sien, notando el latido pulsátil de su alocado corazón. Varias lágrimas se escaparon de
sus ojos, mientras se ponía en pie y agarraba la blusa que había dejado sobre una silla la
noche anterior. Podía escuchar el sonido de los cacharros en la cocina. Su madre ya estaba
preparando el desayuno, de modo que se apresuró a ponerse el uniforme del instituto y bajó
sin ganas las escaleras hacia la cocina. Se detuvo instintivamente frente a la puerta.
Continuamente le ocurría lo mismo y como siempre tenía que actuar como si no pasara nada,
como si fuese del todo normal, pero ella no era normal. Desde niña siempre había podido leer
las emociones de las personas y sentirlas muy vívidas, y el noventa por ciento de las veces
saber a ciencia cierta lo que pensaban. Su madre no lo entendía y no paraba de llevarla a
infinidad de médicos para ver si ellos descubrían lo que le ocurría. Pero no le ocurría nada, no
había nada malo en ella. Lo que tenía no era una enfermedad que pudiera ser curada. Y puede
que algún día alguien necesitase de su poder. Respiró hondo, tratando de sosegarse, aunque
sabía perfectamente que no valía de nada, que en cuanto entrase, iba a ser engullida por las
emociones de su familia. Suspiró de nuevo y, ya que no podía retrasar lo inevitable, abrió la
puerta. Al instante, una oleada de sentimientos la invadió y, a punto estuvo de darse la vuelta y
huir despavorida, cuando sintió la mirada de su madre puesta en ella, aunque lo que no decía
era mucho peor. Caminó hacia ella forzosamente y le dio un beso en la mejilla, antes de tomar
asiento en la mesa. Su padre suspiró tras el periódico. Parecía preocupado por algo, pero hoy
no tenía ni ganas ni voluntad para averiguar qué era. Desvió la mirada y la fijó en su hermano
que, como de costumbre, la ignoraba. Ellos dos no eran exactamente hermanos. Según tenía
entendido, su padre tuvo un lío con su secretaria, y el resultado fue ella. Aunque había algunas
cosas en las que ella y su hermano se parecían. Él tenía el mismo cabello liso y moreno que
ella y sus ojos eran bastante parecidos a los suyos, de color almendra, con la peculiaridad de
que los de ella cambiaban de color a placer. Además, estaba la terquedad propia de la familia,

una cualidad de la que no estaba demasiado agradecida. Sonrió para sí misma mientras
trataba por todos los medios de dejar la mente en blanco. No lo consiguió. Su madre colocó el
plato frente a ella y se apresuró a tomar el desayuno. Tenía que salir de casa lo antes posible,
antes de armar un gran revuelo. Terminó su desayuno en una exhalación. Se levantó y se
despidió de ellos, antes de salir como una bala hacia el instituto.
Ella vivía en un pueblo que apenas si lo parecía. Tenían bibliotecas, salas de cine, tiendas
por doquier, autobuses urbanos, incluso una vía por medio de la calle por la que circulaba el
tren turístico, pero no disponían de una línea de teléfonos decente. De ahí que el servicio de
correos estuviera siempre saturado. No tenían otra forma de comunicarse que no fuera por
carta. Tenían teléfonos móviles, sí, pero apenas si había cobertura para hacer una llamada de
más de dos minutos. Toda la gente del pueblo estaba más que acostumbrada a vivir así, pero
ella no. Cada día que pasa se sentía más como en una jaula, se sentía agobiada sin poder
escapar. Se sentía, en definitiva, fuera de lugar.
Caminó con decisión por la calle principal hasta llegar al instituto, un lugar regio, tanto en
sus instalaciones, como en los hermosos jardines que lo rodeaban. Un par de alumnas pasaron
a su lado, ignorándola por completo. Siempre ocurría lo mismo, todos se apartaban de ella
como si fuera un bicho raro, como si fuera alguien que no mereciera ser reconocido. Pero ella
no tenía la culpa de poderles leer el pensamiento, no tenía la culpa de haber nacido así. Lo
único que quería era tener una vida normal como cualquier chica. Suspiró y entró en el edificio.
Al instante las voces se agolparon en su cabeza, procedentes de los pensamientos de sus
compañeros. Cerró los ojos bien fuerte y caminó deprisa hacia las taquillas.
-Hola Jade, ¿qué tal el fin de semana?
Jade se giró justo a tiempo de ver aparecer a Duane, el chico más popular del instituto y el
único que se había dignado a hablar con ella. Él era la única persona que conocía que no tenía
pensamientos engañosos ni viles respecto a ella.
-Hola Duane.- Respondió volviendo la vista a la taquilla.
-Te quería preguntar… Ya casi estamos a final de curso, y me preguntaba si…
-Gracias, Duane.- Le cortó. Sabía perfectamente lo que le quería preguntar. El baile de fin
de curso se acercaba.- No creo que pueda ir este año.
-Pero el año pasado nos lo pasamos genial.- Se quejó Duane decepcionado.- Creí que este
año…
-De verdad que lo siento, pero como sabes estoy preparando el examen de entrada a la
universidad y no voy a tener tiempo para nada.- Eso no era ninguna mentira, pero además se
negaba a asistir a un evento donde no era bien recibida por nadie. Ya había tenido bastante de
ese tipo de trato.- ¿Por qué no se lo pides a Lidia?- Lidia era la chica más popular del instituto,
y la más repelente, pija y obsesiva de todas.- Estará deseando ir contigo.- Y cuando cerró la
taquilla y lo miró a los ojos, vio en ellos la decepción.- De verdad que lo siento.- Volvió a
disculparse.
-No te preocupes, estaré bien.- Genial, la había hecho sentirse culpable.
En ese momento el timbre de comienzo del primer periodo sonó y Duane se despidió de ella
y desapareció por el pasillo. Jade tardó al menos dos minutos más en decidirse a ir a su
primera clase. Caminó con decisión hacia el aula de biología y contuvo el aliento mientras abría
la puerta. El profesor la miró reprobatoriamente desde el entablado, donde había empezado a
explicar algo relacionado con los reinos celulares.
Otra vez tarde
, se quejó el profesor, pero únicamente Jade lo pudo oír.
Jade caminó con decisión hacia su pupitre, haciendo caso omiso de las voces que se
agolpaban en su cabeza, y se enterró tras el libro mientras el profesor reanudaba la lección.
Una lagrimilla se escapó de sus ojos mientras escuchaba durante toda la clase los silenciosos
comentarios de sus compañeros de clase, comentarios groseros que podrían bajar el ánimo de
cualquiera. Pero Jade era diferente, ella no era como el resto, de ahí que lo sintiera más
profundo y mucho más doloroso que el resto. Nada más terminó la clase, recogió todo y se
encaminó deprisa hacia su próxima sesión de tortura, hasta que terminó el primer periodo y
pudo por fin descansar un poco. Recogió la caja de la comida del interior de su pupitre y salió
como una bala en dirección a su reducto de paz particular, el invernadero situado en la parte
trasera del edificio, al cual nadie iba, excepto el encargado de cuidarlo, pero apenas si aparecía
a la hora de comer, de manera que ese era el mejor lugar en el que se pudiera quedar,
tranquila, sin nadie alrededor que pudiera perturbar sus pensamientos.
Jade tomó asiento en el banco de piedra del exterior. Hacía una mañana tan espléndida que
era un desperdicio perdérsela, el sol incidía sobre las verdes hojas de los arbolillos de
alrededor, haciéndolas brillar con majestuosidad, los pajarillos revoloteaban a su alrededor,
bañando el aire con sus cantos, naturaleza en su estado más puro, en definitiva.
-¿Puedo sentarme?- Jade pegó un bote al ver aparecer a Duane con su caja de comida a
cuestas.
-¿Qué estás haciendo aquí?- Le preguntó Jade, haciéndose a un lado para que él pudiera
sentarse.
-Te estaba buscando.- Respondió el chico, y abrió su caja de comida y comenzó a
devorarla.
-¿A mí, para qué?
-Bueno, esperaba poder convencerte respecto al baile.- Dijo sonriente, mirándola muy
fijamente. Jade agachó la cabeza en respuesta.
-Lo siento, pero ya te he dicho que no puedo ir, ¿por qué no me haces caso y se lo pides a
Lidia?
-Porque Lidia tiene la cabeza llena de aire y solo se preocupa de lo que piensan de ella los
demás.- Duane sujetó la mano de Jade con dulzura.- Además, la que me gusta eres tú, no ella.
Jade sintió su corazón saltar de impaciencia. Era la primera vez que le decían esas
palabras, y muy gustosamente le habría dicho que sí, si no estuviera constantemente
preocupada de no leerle el pensamiento a nadie para al menos preservar su intimidad, pero
eso era algo que jamás conseguiría, lo sabía, como también sabía que no podría estar con él
sin hacerle daño involuntariamente. Suspiró y soltó su mano de la de él.
-De verdad que lo siento.- Susurró mirando hacia otro lado. Duane le sonrió.
-Bueno, eh, no te preocupes, tenía que intentarlo.- Pero en sus ojos, igual que antes, podía
verse una gran decepción. Se levantó tras haber engullido su comida y empezó a caminar.
-Duane.- Le retuvo Jade. Éste se dio la vuelta sonriente.
-¿Sí?
-Yo… de verdad que lo siento.- Repitió.
-Ya, bueno, qué se le va a hacer.- Respondió Duane cabizbajo. Se giró y se encaminó hacia
el edificio.
Jade se quedó allí un rato más, pensando, con su comida intacta y una sensación de
desasosiego tras haber rechazado a Duane. Él era el chico más popular del instituto, y el más
guapo también, con un metro noventa de estatura, cabello castaño y siempre alborotado y unos
ojos verdes que quitaban el hipo. Además, era bueno tanto en lo académico como en cualquier
deporte. Pero no se trataba del típico chulito del que se enamoraban todas, no, él sabía lo que
quería, y no era a la típica rubita prepotente, sino a alguien medianamente inteligente que
pudiera entablar una conversación seria con él. Por eso se había fijado en Jade, la chica más
rara del instituto, pero también la más inteligente. Puede que no fuera buena en los deportes,
por no decir que era un pato mareado, pero ese aspecto lo compensaba sobresaliendo en los
estudios.
Se levantó del banco de piedra y caminó despacio hacia los vestuarios. La clase que le
tocaba a continuación era la que menos le gustaba de todas, educación física, pero no iba a
llegar a ser una atleta de élite en el futuro, de modo que no importaba demasiado si se caía un
par de veces o se hacía unos cuantos rasguños en su intento por salir del paso. En cuanto
entró en el vestuario, todas sus compañeras guardaron silencio. Odiaba cuando ocurría eso,
pero nada podía hacer al respecto, si nadie se abría lo suficiente como para permitirle entrar en
su vida. Bueno, de todos modos nadie la querría en su vida, y Jade no necesitaba una amistad
molesta con nadie, mucho menos con quienes echaban pestes de ella. Se cambió de ropa y se
dirigió hacia el polideportivo. Los chicos hacía rato que habían llegado y Jade pudo ver
claramente la figura de Duane tras las cestas de los balones de voleibol. Se le encogió el
pecho solo de recordar su anterior conversación con él. Suspiró y se acercó al profesor. Éste la
miró y, tras comprobar su libreto de actividades, le ordenó sacar los balones de baloncesto del
almacén en lo que las demás chicas llegaban. Jade obedeció a regañadientes. Desde que
había empezado el curso no había hecho otra cosa en esa clase que realizar las tareas de
preparación, que en otras circunstancias eran realizadas por el bedel, pero debido al recorte
presupuestario que habían tenido que hacer, los estudiantes eran quienes debían realizar esas
tareas. Jade terminó de sacar los balones de baloncesto y se unió a sus compañeras.
-Los chicos irán a las pistas de baloncesto.- Ordenó el profesor y todos y cada uno de ellos
caminaron hacia las pistas sin rechistar.- Las chicas se quedarán aquí jugando al voleibol.
Preparad la red y empezad.
Y nada más acabar, todas se pusieron en movimiento. El profesor hizo los grupos, con tan
mala sombra, que a Jade le tocó ser la primera en jugar, junto con Lidia y otras dos chicas más
pijas que ella. Jade suspiró abatida, yendo hacia la pista, pero nada más llegar, un escalofrío la
recorrió y un viento muy pegajoso comenzó a soplar, haciendo ondear sus cabellos. Jade dio
un paso atrás, asustada. Había algo extraño en el ambiente, en el aire, en el espacio entre el
suelo y el techo. De repente, el espacio se emborronó, formando un óvalo perfecto, y un
hombre montado sobre un caballo blanco apareció frente a ella. Jade se acercó un poco más,
curiosa. Temblaba de miedo, pero también estaba asombrada por tanta belleza. El chico era
muy apuesto, mucho más incluso que Duane. Llevaba un traje blanco, parecido al color de la
plata, impoluto, que se acoplaba perfectamente a su figura, sobre él una capa del mismo color
completaba el atuendo. Tenía el cabello castaño, corto, con reflejos de un color similar al fuego
que le daban un aspecto exótico, y sus ojos, sus ojos eran del color del océano más profundo.
Jade se quedó embobada, observando su belleza, hasta que reparó en su montura. No se
trataba de un simple caballo, como ella había previsto, sino que aquel animal, sobre su frente,
tenía un pequeño cuerno color marfil. No, definitivamente no se trataba de un simple caballo,
se trataba de un unicornio, un ser de leyenda, un animal mitológico.
Jade parpadeó varias veces, creyendo que si lo hacía, aquella extraña visión desaparecería.
Pero no, aquello era real, o al menos lo era para ella, ya que nadie más parecía haberse dado
cuenta del extraordinario suceso. Pero había otra cosa incluso más sorprendente que aquello,
y era que Jade era incapaz de leer las emociones del visitante, como lo había estado haciendo
con todo el mundo desde que tenía uso de razón. No, aquel chico no podía ser real, sin
embargo, en su fuero interno, Jade deseaba que lo fuera, porque él era el primer ser humano
que no la había abrumado con sus pensamientos, y ese hecho la fascinaba mucho más incluso
que la visión del unicornio.
El chico alargó la mano hacia Jade. Sonreía como ésta nunca le había visto hacer a nadie.
Era hermoso, y Jade tuvo la imperiosa necesidad de coger su mano. No sabía exactamente lo
que él quería de ella, sólo sabía que tenía que averiguar la razón de porqué aquel chico había
ido a buscarla, de dónde provenía, cómo es que montaba un unicornio y, por encima de todo
eso, porqué no leía sus emociones. Jade aspiró fuerte el aroma de aquel chico, mientras se
sentía desvanecer en un mundo de luz, indoloro, tranquilo y, sobre todo, silencioso.

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