viernes, 27 de diciembre de 2013

TE ODIO CUANDO ME DICES "TE AMO"

Capítulo 2

Me desperté de sopetón al escuchar el estridente sonido del despertador. Aún
llevaba puesta la ropa de la noche anterior y a juzgar por el intenso dolor de cabeza y la
sed, había tenido una noche bastante movidita. Recordaba que había estado celebrando
con mis compañeros de trabajo el éxito de la campaña publicitaria del libro que
presentábamos en unos días. Después, todo estaba borroso, aunque de lo que sí estaba
segura, por la pésima impresión que me causó, era que había tenido que deshacerme de
un tipo que quería ligar conmigo.
Aparté la manta que me cubría y bostecé varias veces. El reloj marcaba las
nueve de la mañana. No es que fuera sobrada de tiempo, pero al menos tendría el
suficiente para desayunar algo antes de la reunión que tenía esa mañana con un cliente
de la tienda de antigüedades. Bostecé nuevamente y me levanté. Apenas había dormido
cinco horas y debía de tener unas ojeras de espanto. Caminé despacio hacia el cuarto de
baño para asearme un poco. No quería verme como un adefesio cuando firmara el
contrato de venta de aquel espantoso espejo.
Al llegar al baño, me paré en seco. La puerta estaba abierta y el ambiente estaba
húmedo, pero lo que más llamó mi atención fueron las dos toallas que había en el cubo
de la ropa sucia, además del aroma dulzón que se respiraba en el ambiente. Cerré la
puerta a mi paso y me encaramé al lavabo. Había algo que no acababa de encajarme,
pero no sabía exactamente el qué. Primero, no recordaba haberme duchado la noche
anterior. Segundo, hacía años que no usaba cuchillas desechables para depilarme, y
había una en la papelera, junto a un tampón. No había dudas, alguien había estado allí,
conmigo, ¿en mi cama? Una sensación de pánico me invadió. Revisé todo mi cuerpo, en
busca de algún chupetón, pero allí no había nada, ni siquiera una pequeña marquita.
Entonces se me ocurrió. Bajé la mano hasta mi sexo y comprobé que la cuerda del
tampón aún siguiera allí. Y efectivamente ahí estaba. Suspiré aliviada de que mi
escapadita nocturna no hubiera traído consecuencias nefastas y empecé a asearme. Ya
había perdido demasiado tiempo con cosas triviales. Cuando terminé, me dirigí hacia la
cocina, pero al pasar al lado del salón me detuve de nuevo. Una manta bien doblada se
encontraba sobre el sofá. Suspiré y lo dejé correr. Si no me daba prisa, al final llegaría
tarde. Nada más llegar a la cocina, un tenue olor a café me invadió. Efectivamente, la
cafetera descansaba sobre la encimera, llena, y había una taza en el fregadero.
Recapitulando, quien quisiera que hubiera estado allí, que estaba convencida de que era
un hombre, no solo había respetado mi virtud, sino que además se había duchado, había
dormido en el sofá y se había tomado la molestia de hacer café para el desayuno. Me reí
para mis adentros y volví mi atención hacia la cafetera. A su lado, bien doblado, había
un papelito de color blanco. Lo cogí y leí lo que estaba escrito.
“Espero que hayas dormido bien, princesa. Ha sido una noche maravillosa.
Habrá que repetir algún día. Un beso, tu acosador particular.”
Arrugué el papelito de rabia y me serví una taza de café, bien grande. No quería
pensar en cómo había llegado a ser la situación como para que el tipo que había
intentado ligar conmigo la noche anterior durmiera en mi casa. Me bebí el café de un
trago, le di de comer a Milo y salí de casa como alma que lleva el diablo.
Para ser un día de trabajo normal, no había mucha circulación, de modo que
llegué a la tienda de antigüedades con cinco minutos de adelanto. El cliente con el que
me había reunido ya me estaba esperando. Aparqué mi Sedan plateado y me reuní con
él.
–Lo siento, ¿lleva mucho tiempo esperando? –le pregunté. No respondió, tan
solo se limitó a mover la cabeza de un lado a otro–. Si lo desea, podemos hablar dentro
–añadí. El hombre siguió sin hablar.
Le había visto tan solo un par de veces más, y en ambas ocasiones había tenido
la misma impresión. Aunque aquel hombre no era muy mayor, diría rozando los
cuarenta y cinco, tenía un porte elegante, serio, demasiado recatado para mi gusto, pero
quién era yo para juzgar a los demás, tan solo una simple vendedora. Pero aquel hombre
tenía algo más, lo que principalmente había llamado mi atención. A juzgar por las pocas
palabras que había cruzado conmigo, cuando vino a solicitar el artículo y cuando le
informé sobre el exorbitante precio del mismo, podía darme cuenta de que provenía de
una buena familia, lo que significaba dinero.
El hombre me siguió al interior de la tienda, hacia el despacho.
–Si lo desea, podemos hablar sobre las condiciones de la venta –empecé. El
hombre, por primera vez, me miró fijamente.
–No es necesario –me cortó muy serio. Le miré sin comprender–. Sea cual sea el
precio me lo llevo –añadió sacando un talonario de cheques–. Creo recordar que ya se lo
dije la vez pasada, de modo que no veo porqué retrasarlo más. Usted necesita este
cheque –dijo tendiéndome el pedazo de papel– y yo ese endiablado espejo. Todos
salimos ganando.
Su hiriente voz me crispó los nervios. Definitivamente aquel hombre pertenecía
a una familia de alto estatus. Sólo a alguien así se le ocurriría la idea de menospreciar al
trabajador corriente, ofendiéndole hasta el punto de ser considerado inferior a él. Tiré
del cheque que sostenía en la mano y me levanté.
–El artículo le será enviado a su domicilio –dije hoscamente. El hombre se
levantó y caminó hacia la puerta.
–Me alegro que lo haya entendido. Volveremos a hacer negocios en otra ocasión
–caminé hacia la puerta, con la intención de acompañarle a la salida, pero con un gesto
de la mano me retuvo–. No es necesario que me acompañe, conozco la salida.
Y tras decir aquello, desapareció de mi campo de visión. Luego, el sonido de las
campanillas me indicó que me había quedado de nuevo sola en la tienda. Regresé al
despacho y recogí el cheque. Cuanto antes lo ingresara en el banco mejor. Puse el cartel
de “vuelvo en media hora” y cerré la tienda. Por suerte, el banco donde realizaba este
tipo de operaciones con regularidad estaba cerca de la tienda. Llamé al timbre y abrí la
puerta. La cajera que me atendía habitualmente estaba libre, de modo que me acerqué.
–Quisiera ingresar este cheque y sacar algo de efectivo –le dije. La cajera me
sonrió y cogió el cheque. Al mirarlo abrió los ojos de par en par y me di cuenta de que
le temblaban las manos–. ¿Ocurre algo? –pregunté.
La cajera negó con la cabeza y realizó la operación, pero cuando me dio el
resguardo para que lo firmara, me metí un buen susto. La cantidad escrita era, sin duda,
el doble de lo que había acordado con el cliente. Con razón la cajera se había quedado
petrificada. Le devolví el resguardo y rellené la ficha de salida de efectivo.
–En dos días le llegará el comprobante –me informó la cajera.
Le di las gracias, recogí el dinero y salí en dirección a la tienda. A pesar de todo,
el día mejoraba por momentos. No solo me había ganado el sueldo de cuatro meses,
sino que además me había deshecho de ese maldito espejo. Ahora lo único que quedaba
era llamar al transportista para que se lo llevase de una buena vez. Ese espacio lo
utilizaría para la Venus que tenía guardada en el almacén desde hacía un siglo.
Al cabo de dos horas sin ningún cliente más, decidí que había llegado el
momento de cerrar. Recogí todo y salí de la tienda. Aún era pronto, me podría tomar un
café tranquila en la terraza de la cafetería de la esquina y puede que, tal vez, me tomara
un pastel para celebrar mi éxito.
–¿Celeste?
Me giré sin pensar hacia donde había escuchado la voz. Al principio no reconocí
a la mujer que tenía delante, pero luego me vinieron a la memoria los recuerdos de mi
época de universitaria.
–¿Tracy? ¿Eres tú? –pregunté.
Sin mediar palabra me dio tal achuchón que pensé que me iba a ahogar.
Ciertamente hacía bastante tiempo que no nos habíamos visto. Tenía un aspecto
estupendo, no como recordaba de nuestros días en la universidad, sino mejor. Al final,
después de todo, se había alisado el pelo, y había mejorado considerablemente su
sentido de la moda. El traje plisado que llevaba le sentaba a pedir de boca y los zapatos
de aguja la hacían considerablemente más alta. No se parecía en nada a la chica que yo
recordaba, desgarbada, con un pésimo sentido de la moda y con un serio problema de
socialización. No, aquella chica era completamente lo opuesto. Me la quedé mirando un
rato más, hasta que me di cuenta de que no estaba sola. Un tipo alto y robusto, se
encontraba a su lado, sujetándola ahora de la mano.
–¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Ocho años? ¿Diez años? –siguió Tracy.
–Sí, algo así –respondí apenas, sin poder quitarle los ojos de encima a su
acompañante. Me sonaba de algo, pero no sabía de qué. Tracy pareció darse cuenta de
que no paraba de mirarle.
–¿Te acuerdas de él? –me ofreció–. Nos daba clase de dibujo técnico en la
universidad –me informó, creyendo que tal vez con eso pudiera recordarle. Y
efectivamente, se me encendió la bombilla.
–¿Profesor Reynard? –pregunté. El hombre me sonrió.
–Señorita Beresford, me alegro de volver a verla –respondió.
–Sí, hacía mucho tiempo. Creí que estaba en Londres.
–Lo estuve, pero volví pocos meses después.
–¿Y puedo saber qué le trae por aquí? –pregunté. Aunque podía darme perfecta
cuenta por cómo él y Tracy estaban agarrados de la mano, necesitaba confirmarlo.
–Lo siento, Celeste –intervino Tracy–. En realidad era un secreto, no se lo podía
contar a nadie…
–¿Ni siquiera a mí? –le recriminé.
–Si se enteraban de que el profesor estaba saliendo con una alumna le habrían
echado y no hubiéramos podido seguir juntos –me explicó.
Y ahí estaba la confirmación. Ahora empezaba a entender muchas cosas, sucesos
inexplicables, como las escapaditas de la residencia a media noche. Ahora todo estaba
claro, mi mejor amiga no había sido capaz de confiar en mí. Suspiré y empecé a caminar
hacia la cafetería. Ellos me siguieron.
–Escucha, Celeste –me interrumpió Tracy–. Sé que no nos hemos visto en
mucho tiempo, y que estás molesta por todo esto, no quería ocultártelo, pero las cosas
han salido así.
–No te estoy echando nada en cara –dije calmada tomando asiento en la terraza
de la cafetería. El calor era sofocante–. No estoy enfadada contigo, pero hubiera
apreciado que confiaras un poco más en mí.
–De verdad que lo siento –se volvió a disculpar. Ambos tomaron asiento a mi
lado en la mesa–. Pero déjame compensarte. Sé que estás muy ocupada y todo eso, pero
me gustaría que pudieras asistir a mi boda.
–¿Tu boda? –pregunté como una tonta. Era evidente de a qué se refería.
–Sí, mi boda con el profesor –me aclaró Tracy–. Es en apenas tres meses.
–Lo siento, pero en esta época del año estoy demasiado ocupada –me disculpé.
Y no había dicho ninguna mentira. El verano era, sin duda la peor época, tanto para mi
tienda, como para el biblio-café, ya que todo el mundo estaba de vacaciones–. Quizás
nos podamos ver de casualidad, como hoy –le ofrecí, queriendo dar por terminada la
conversación.
–Está bien –accedió poniéndose en pie–. Si cambias de idea –sacó una tarjeta del
bolso y me la ofreció– puedes llamarme a ese número.
Accedí con la cabeza y, tanto el profesor como, ella empezaron a caminar,
alejándose de allí a toda prisa. Varios minutos más tarde, una camarera se dignó a
aparecer. Le pedí un café bien cargado y un trozo de pastel de chocolate. Encontrarme
con Tracy después de tantos años, me había dejado con un regusto amargo, tanto que
había empezado a recordar cosas que creía olvidadas, cosas que había querido enterrar
en lo más profundo de mi subconsciente. Terminé de tomarme el café y la tarta en un
suspiro y me dirigí a casa. Aún tenía por delante varias horas antes de entrar a trabajar
en el biblio-café, de modo que me preparé la comida y me encaminé hacia el
dormitorio. Puede que una pequeña siesta no me viniera mal, después de todo. Solté el
bolso encima del escritorio y me tumbé.
La sensación de haber sido traicionada por Tracy no se me pasaba por más que
quería, pero no era solo eso por lo que me encontraba de tan bajo estado de ánimo. Esa
escena en particular, viéndolos a los dos tan apegados, me recordó a mí misma, cuando
lo único en lo que pensaba era en chicos, en moda y en salir de fiesta. Por aquella época
yo apenas sabía nada en cuanto a relaciones, mucho menos lo que era estar enamorada.
Pero ocurrió.
Suspiré varias veces y me arrastré hasta el baúl a los pies de mi cama. Todos mis
tesoros, acumulados al cabo de los años, estaban guardados ahí. El álbum de fotos de la
universidad era uno de esos tesoros. Hacía años que no lo hojeaba y algo me instaba a
hacerlo ahora. Saqué el volumen con cuidado y me acomodé en la cama. Nada más
abrirlo, una fotografía suelta salió despedida, aterrizando en el suelo. Me agaché para
recogerla, pero nada más hacerlo, una oleada de dolorosos recuerdos me invadió.
Aquella fotografía, el chico que estaba en ella, abrazándome como si me quisiera de
verdad, no sabía que la había guardado todos estos años. Regresé a la cama y me quedé
contemplando las facciones del chico de la foto…
–Mañana será mi cumpleaños –me susurró abrazándome fuerte–. ¿Vendrás a mi
fiesta, verdad?
–¿Una fiesta? –pregunté curiosa hundiendo mis dedos en su cabello.
–Sí, será algo informal, solo la familia –me explicó–. Y tú formarás parte de
ella, así que, ¿qué mejor ocasión para presentarte a mis padres?
Pero lo que parecía ser una velada perfecta, con mi novio y su familia, se
convirtió en algo mucho peor, algo por lo que tuve que huir, alejándome de él, de la
única persona que me había hecho sentir que era especial.
–Su invitación, por favor –me dijo el guardia de la puerta. Saqué del bolso el
papel que me había dado mi novio unas horas antes y se lo mostré. No podía dejar de
mirar la mansión que tenía delante. Parecía sacada de un cuento de hadas. Esto tenía
que ser un error. Era imposible que él viviera allí–. Lo siento –el guardia me miró sin
comprender– creo que me he equivocado.
–La recepción es en el primer piso, suba las escaleras y encontrará el salón de
baile a mano izquierda –dijo devolviéndome el papel que le había entregado.
Tragué con fuerza y seguí sus indicaciones. Tal como me había dicho, el salón
de baile se encontraba en el primer piso y estaba repleto de gente, mujeres con vestidos
elegantes y hombres con chaqués, bailando al compás de la suave música de una
banda. En comparación con aquellas personas yo estaba vestida con una sencilla falda
y una blusa. Di un paso atrás, dispuesta a salir de allí, cuando su voz me detuvo.
–¡Celeste!, ¡por fin has llegado! –me dijo mi novio. Me lo quedé mirando de
arriba abajo. Estaba super elegante con el chaqué–. Ven, te presentaré a mis padres.
–¡Espera! –grité.
–¿Qué ocurre? –me preguntó extrañado.
–Yo… no puedo entrar ahí, no voy vestida para esta clase de fiesta.
–¿Pero qué dices? Estás preciosa –y sus labios chocaron contra los míos en un
furtivo beso–. Venga, nos están esperando –añadió cogiéndome la mano.
–¡No! –solté mi mano con brusquedad. Él me miró confundido–. Me dijiste que
iba a ser algo informal, con la familia y eso –le recordé.
–¿Querido? ¿Por qué tardas tanto?
Di un respingo del susto. La mujer que se había acercado a nosotros era muy
hermosa, de unos treinta y pocos y el vestido rojo que llevaba le quedaba a pedir de
boca. Supuse que esa mujer era la madre de mi novio por cómo le miraba, pero
también supe que yo estaba fuera de lugar allí en cuanto nuestras miradas se
encontraron.
–Hijo, no debes hacer esperar a los invitados –prosiguió la mujer sin hacerme
el menor caso.
–Sí, madre, lo siento. Escucha, te quiero presentar a…
–Luego, cariño –le cortó cogiéndole la mano y arrastrándole al centro del salón
de baile.
Madre e hijo subieron a la plataforma donde minutos antes había estado
tocando la banda. Me acerqué cautelosa, no queriendo llamar demasiado la atención.
La mujer tomó el micrófono y saludó a los presentes con una cortesía que me pareció
poco natural, antes de continuar.
–Amigos, familia, tal como se acordó en su nacimiento, al fin ha llegado el
momento de que se conozcan –dijo sin más, y una hermosa chica, quizás un poco más
joven que yo, subió a la plataforma seguida por otras dos personas que supuse eran sus
padres–. Con su enlace, quedarán unidas nuestras dos familias –prosiguió la mujer y, a
cada palabra, algo en mi interior se fue encogiendo–, y al final daremos por terminada
una etapa.
No quería preguntar a qué se refería con aquello, quería salir de allí y
refugiarme en mi dolor, pero cuando ya estaba dispuesta a irme, dos personas me
sujetaron por los brazos. Miré hacia la plataforma inconscientemente. La mujer sonreía
satisfecha, mientras la parejita se daba su primer beso.
–Disfruten del resto de la velada –añadió la mujer agitando los brazos.
La banda empezó a tocar de nuevo, y la mujer empezó a caminar, en mi
dirección. A dos pasos escasos de mi posición, se detuvo. Las dos personas que me
retenían se alejaron.
–Tú debes de ser Celeste –me dijo con cierto aire de superioridad en su voz–. Mi
hijo me ha hablado de ti.
–Me alegro mucho de conocerla –dije con pleitesía–. Es todo un honor que me
haya…
–No sigas, chiquilla –me cortó–. Sé perfectamente bien la razón por la que estás
aquí, pero déjame decirte que aquí no hay sitio para ti –soltó cruelmente–. Por la
estupidez de mi hijo casi se arruina lo que tantos años nos ha costado planear. Por
suerte lo hemos cogido a tiempo.
–No sé a qué se refiere… –su mirada se endureció.
–Por supuesto que no. Alguien como tú jamás podría entender a las personas
como mi hijo –escupió–. ¿Creíste que se quedaría contigo, una pobretona de los
barrios bajos, y que daría de lado a su familia? Pues lo siento, pero no te ha salido
bien la jugada. Ahora, te ruego que te vayas.
Las lágrimas querían salir de mis ojos, pero las contuve con maestría. Me
despedí de aquella odiosa mujer y salí de aquella casa que me lo había robado todo, mi
amor, mis ilusiones, incluso mi orgullo. Al llegar a mi casa, me tiré sobre la cama y di
rienda suelta a mi dolor.
Dejé a un lado la fotografía y me restregué los ojos. Trece años habían pasado
desde aquel día y aún lo recordaba con la misma nitidez, con la misma intensidad y el
mismo sentimiento de dolor. Después de aquello, no volví a verle, pero todavía sueño
con que está ahí fuera y con que me recuerda como aquel día cuando nuestros destinos
se cruzaron.

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